Me consta que cuando me largué, los vecinos de arriba hicieron una fiesta, a partir de ahí podían hacer fiestas sin temor a que nadie llamara a la poli. Celebraron el tema haciendo una lluvia dorada a los de los pisos de abajo.

Teníamos pactada una fecha de firma con los vendedores setenta y cinco días después. El día de la firma, todo fue como la seda excepto en un detalle, que el abuelo no me quería dar las llaves. Agarró el cheque al vuelo y me decía que ya me avisaría cuando se largara. Yo le dije que por supuesto, pero que ya le decía yo cuando se largaba, al día siguiente por la mañana, tal y como se había pactado hacía dos meses.
Viendo el percal, la notaria que estaba buena aunque requetepreñada, se largo haciendo gala de su sabiduría. El abuelo insistió en que se quedaba en su casa, que se iría cuando considerara oportuno, yo le respondí que por supuesto, que siempre que considerara oportuno largarse antes de las cuatro y porque había una abuela de noventa y nueve años. La cosa se puso tensa y el abuelo se puso chulo, le dije que si seguía no entraba a la casa para ni para recoger sus pañales de incontinencia y al final se bajó del burro.
La cosa es que todo salió como se pactó y ya vivimos en la casa. En el siguiente capítulo os explicaré las peculiaridades del barrio, que hace que me recuerde a la película del club de las esposas perfectas.